domingo, 17 de julio de 2016

El mestizo contemporáneo - agonía y supervivencia de un engendro


a figura emblemática del mestizo mexicano es un engendro biológico y cultural, un anfibio que se mueve entre las aguas turbias de la ideología y la historia y el aire límpido de la taxonomía y la genética; ha sido capaz de sobrevivir el contexto social y temporal que lo vio nacer y, como el dinosaurio de Monterroso, nos acompaña todavía en medio de nuestros sueños y despertares multiculturales.
Si bien la historia patria nos quiere convencer de que los mestizos mexicanos somos los hijos bastardos de la Malinche y de Hernán Cortés, el mestizaje moderno comenzó más de tres siglos después.

Fue resultado del proceso de desarrollo capitalista de la segunda mitad del siglo XIX que provocó profundas reorganizaciones económicas, ecológicas y geográficas entre las mayorías indígenas del país, rompiendo las bases de reproducción social de muchas de sus comunidades y forzando a sus miembros a buscar nuevas formas de ocupación, nuevos lugares de residencia y nuevas identidades colectivas. A su vez, el Estado mexicano había adoptado políticas de discriminación contra las lenguas y culturas indígenas y de imposición del español y la cultura occidental, que imprimieron a este proceso de modernización social un sesgo étnico muy específico, produciendo lo que Guillermo Bonfil llamó la “desindianización” de un sector muy amplio de la población nacional.

Los padrinos del mestizo mexicano son los intelectuales que lo dieron a luz en sus libros. A fines del siglo XIX y principios del XX, científicos y pensadores cercanos al Estado, desde Justo Sierra hasta Andrés Molina Enríquez, Manuel Gamio y José Vasconcelos, construyeron la ideología del mestizaje, que se habría de convertir en la ideología nacionalista hegemónica de nuestro país.


El mestizo mexicano fue, desde su concepción, un híbrido auténtico. 

Pero no porque uniera dos diferentes razas, como pretendían sus creadores y como hemos creído los mexicanos hasta el día de hoy, sino porque combinaba una plétora de elementos dispares y de ámbitos diferentes, de ideologías importadas y relatos vernáculos.
Para empezar, amalgamaba, por medio de un truco mágico ideológico, lo biológico con lo cultural, lo esencial con lo histórico. Gestado a la luz de los despojos de tierras, de las rebeliones campesinas, producto de la integración política y económica de un espacio nacional dentro del marco del desarrollo del capitalismo global, el mestizo aparece a nuestros ojos obnubilados como hijo de una cópula primordial entre la madre indígena y el padre español, entre la tierra generosa del Anáhuac y los briosos invasores del Mediterráneo.

De esta manera la biología y la raza nos han proporcionado el vocabulario para evitar hablar de los conflictos, las guerras, los despojos y el cambio social.
La contradicción fundamental que albergaba nuestro Frankenstein era que en su cuerpo se reunía la sangre de dos razas, pero para sus progenitores era claro que la blanca era la superior, la más racional, la más evolucionada, mientras que la indígena estaba dotada apenas de virtudes tan vagas como la terquedad y el sentido estético. Por ello, el mestizaje no debía dejar al azar el resultado de la mezcla entre componentes tan dispares, sino debía conducir el único resultado deseable: el blanqueamiento de los indios, nunca la indigenización de los blancos. Se trataba de “mejorar la raza”, no de echarla a perder. Por ello, detrás de la fachada de homogeneidad de la raza mestiza se construyó una clasificación jerárquica en que los mestizos más blancos y más occidentales imperaban sobre los más morenos y más indígenas, que tuvo el efecto de racializar y esencializar las diferencias sociales y culturales que existían en la población nacional, de modo que el fenotipo se convirtió en un signo de modernidad y de posición de clase. Se generó, o más bien se modernizó y legitimó nuevamente, un racismo que permeó todos los aspectos de la vida social.

Nuestro Frankenstein tenía también una vocación nacionalista matizada por aspiraciones universales. El mestizo era un producto para consumo nacional, pero también una mercancía de exportación, un ejemplo civilizatorio de generosidad y convivencia armónica que debía cundir en un mundo dividido por los conflictos y los antagonismos raciales.


ILUSTRACIÓN: CDiego Rivera, en La ciudad de los palacios, 1936
Sin embargo, la generosidad racial de nuestro Frankenstein estaba acotada. Sus parteros intelectuales lo construyeron con fuertes piernas indígenas y elevados cerebros europeos; pero excluyeron cuidadosamente los cabellos rizados o los labios carnosos que pudieran venir de África y más aún los ojos rasgados o la piel amarilla que pudieran colarse de Asia. La supuesta tolerancia racial del mestizaje cobijó numerosos actos de persecución inicua contra los chinos, discriminación contra afromexicanos y xenofobia contra todo tipo de inmigrantes.
A lo largo del siglo XX el mestizo fue cambiando de rostro. Cuando los excesos nazis hicieron inaceptables los discursos racialistas, el mestizaje devino cultural y pretendió olvidar su componente biológico; pero éste seguía ahí, en la tendencia a racializar las diferencias culturales, a hablar de los indios y de los mestizos como si fueran grupos humanos distintos e inconmensurables; se reproducía, más perversamente, en la práctica cotidiana del racismo social que se había alimentado de las contradicciones del Frankenstein.

En la primera mitad del siglo XX, el Estado había encauzado el racismo hacia la construcción de la unidad nacional y la apoteosis del Frankenstein mestizo. Pero en las décadas recientes, esta institución ha sido privatizada, y ha encontrado en el ámbito privado un renovado brío y una creciente rentabilidad social.
No es casual que los medios de comunicación se hayan convertido en su principal vehículo de reproducción, al excluir y menospreciar a las personas de piel más oscura, de rasgos más indígenas y de formas de comportamiento menos conformes con el ideal consumista del momento.

En el siglo XXI, el mestizo ya es no más el emblema y el objetivo de la unificación nacional, sino que se ha convertido en la fachada que disimula nuestra polarización social y legitima el poder de nuestra nueva oligarquía, embozando la discriminación generalizada en los ámbitos sociales, educativo, económico y político.

“¿Cómo va a haber racismo en México si todos somos mestizos?” exclaman los practicantes de nuestro racismo cotidiano. Al hacer invisibles, inferiores y racialmente diferentes a los grupos socialmente marginados, al confirmar y exhibir repetidamente la belleza y la superioridad de los grupos privilegiados, el nuevo racismo mexicano naturaliza las desigualdades económicas que pulverizan a la sociedad y justifica sus polarizaciones políticas y sociales.

Frente al reto inédito que han planteado las demandas indígenas de justicia social, reconocimiento cultural y autonomía, nuestro engendro ha sido empleado como dique discursivo y espantapájaros. La supuesta unidad de la nación mestiza se ha convertido en la causa sublime a defender frente a los embates separatistas y disgregadores de los indios. Los enemigos de la autonomía, en una mezcla singularmente efectiva de ignorancia y mala fe, la han presentado como una amenaza directa al gran logro “civilizatorio” nacional: la integración de las razas en la unidad mestiza. Asimismo, la entelequia de la mayoría mestiza se ha contrapuesto a una igualmente ficticia minoría india, permitiendo acotar y encasillar las demandas sociales, culturales y políticas de los movimientos indígenas.

El problema más urgente que enfrenta nuestro país en el ámbito identitario y de las relaciones interétnicas no es el de los indígenas, sino el de los mestizos. Mientras no deconstruyamos la figura del mestizo seremos incapaces de enfrentar el insidioso racismo que permea nuestra sociedad y no podremos reconocer plenamente la pluralidad étnica, cultural, religiosa, regional y social que caracteriza a nuestro país y que abarca a los falsos mestizos y a los indios imaginarios.




(Source: jornada.unam.mx) votar

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